EN EL DÍA DEL TRABAJADOR 01/05/2012 Y LA PROMULGACIÓN DE LA LOTTT
EXTRACTO DEL CAPÍTULO UNO DEL CAPITAL DE KARL MARX
TRABAJADORES DEL MUNDO, UNIDOS
El fetichismo de la mercancía, y su
secreto
A primera vista, parece como si las mercancías fuesen objetos evidentes y
triviales. Pero, analizándolas, vemos, que son objetos muy
intrincados, llenos de sutilezas metafísicas y de resabios teológicos.
Considerada como valor de uso, la
mercancía no encierra nada de misterioso, dando lo mismo que la contemplemos
desde el punto de vista de un objeto apto para satisfacer necesidades del
hombre o que enfoquemos esta propiedad suya como producto del trabajo humano. Es evidente que la actividad del
hombre hace cambiar a las materias naturales de forma, para servirse de ellas.
La forma de la madera, por ejemplo, cambia al convertirla
en una mesa. No obstante, la mesa sigue siendo madera, sigue siendo un objeto
físico vulgar y corriente. Pero en cuanto empieza a comportarse
como mercancía, la mesa se convierte en un objeto físicamente
metafísico. No sólo se incorpora sobre sus patas encima del suelo, sino que se
pone de cabeza frente a todas las demás mercancías, y de su cabeza de madera
empiezan a salir antojos mucho más peregrinos y extraños
que si de pronto la mesa rompiese a bailar por su propio impulso.28
Como vemos, el carácter místico de la mercancía no brota de su valor de uso. Pero
tampoco brota del contenido de sus determinaciones de valor.
En primer lugar, porque por mucho que difieran los trabajos útiles o
actividades productivas, es una verdad fisiológica
incontrovertible que todas esas actividades son funciones del organismo humano y que cada una de ellas,
cualesquiera que sean su contenido y su forma, representa un gasto esencial de cerebro humano, de nervios, músculos, sentidos, etc. En segundo lugar, por lo que se refiere a la magnitud
de valor y a lo que sirve para determinarla, o sea, la duración en el tiempo de aquel gasto o la cantidad de trabajo invertido, es evidente que la cantidad se distingue incluso mediante
los sentidos de la calidad del
trabajo. El tiempo de trabajo
necesario para producir sus medios de vida tuvo que interesar por fuerza al
hombre en todas las épocas, aunque no le interesase por igual en las diversas
fases de su evolución.29 Finalmente,
tan pronto como los hombres trabajan los unos para los otros, de cualquier modo
que lo hagan, su trabajo cobra una forma social.
¿De dónde procede, entonces, el carácter
misterioso que presenta
el producto del trabajo, tan pronto como reviste forma de mercancía? Procede, evidentemente, de esta misma forma. En
las mercancías, la igualdad de los trabajos humanos asume la forma material de
una objetivación igual de valor de los productos del
trabajo, el grado en que se gaste la fuerza humana de trabajo, medido por el
tiempo de su duración, reviste la forma de magnitud de valor
de los productos del trabajo, y, finalmente, las relaciones entre unos y otros
productores, relaciones en que se traduce la función social de sus trabajos,
cobran la forma de una relación social entre los propios
productos de su trabajo.
El carácter misterioso de la forma mercancía
estriba, por tanto, pura y simplemente, en que proyecta ante los hombres el
carácter social del trabajo de éstos como si fuese un carácter material de los
propios productos de su trabajo, un don natural social de estos objetos y como
si, por tanto, la relación social que media entre los productores y el trabajo
colectivo de la sociedad fuese una relación social establecida entre los mismos
objetos, al margen de sus productores. Este quid
pro quo es lo que convierte a los productos de trabajo en
mercancía, en objetos físicamente metafísicos o en objetos
sociales. Es algo así como lo que sucede con la sensación luminosa de un objeto
en el nervio visual, que parece como si no fuese una excitación subjetiva del
nervio de la vista, sino la forma material de un objeto situado fuera del ojo.
Y, sin embargo, en este caso hay realmente un objeto, la cosa exterior, que
proyecta luz sobre otro objeto, sobre el ojo. Es una relación física entre objetos físicos. En cambio, la forma
mercancía y la relación de valor de los productos del trabajo en que esa forma
cobra cuerpo, no tiene absolutamente nada que ver con su carácter físico ni con
las relaciones materiales que de este carácter se derivan. Lo que aquí reviste,
a los ojos de los hombres, la forma fantasmagórica
de una relación entre objetos materiales no es más que una relación social
concreta establecida entre los mismos hombres. Por eso, si queremos encontrar
una analogía a este fenómeno, tenemos que remontarnos
a las regiones nebulosas del mundo de la
religión, donde los productos
de la mente humana semejan seres dotados de vida propia, de existencia
independiente, y relacionados entre sí y con los hombres. Así acontece en el
mundo de las mercancías con los productos de la mano del hombre. A esto es a lo
que yo llamo el fetichismo bajo el que se presentan
los productos del trabajo tan pronto como se crean en forma de mercancías y que
es inseparable, por consiguiente, de este modo de producción.
Este carácter fetichista del
mundo de las mercancías responde, como lo ha puesto ya de manifiesto el
análisis anterior, al carácter social genuino y peculiar
del trabajo productor de mercancías.
Si los objetos útiles adoptan la forma de
mercancías es, pura y simplemente, porque son productos de trabajos privados independientes los unos de los otros.
El conjunto de estos trabajos privados forma el trabajo colectivo de la
sociedad. Como los productores entran
en contacto social al cambiar entre sí los productos de su trabajo, es natural
que el carácter específicamente social de sus trabajos
privados sólo resalte dentro de este intercambio. También podríamos decir que
los trabajos privados sólo funcionan como eslabones del trabajo colectivo de la
sociedad por medio de las relaciones que el cambio establece entre los
productos del trabajo y, a través de ellos, entre los productores. Por eso,
ante éstos, las relaciones sociales
que se establecen entre sus trabajos privados aparecen como lo que son; es decir, no como relaciones directamente
sociales de las personas en sus
trabajos, sino como relaciones materiales
entre personas y relaciones sociales entre cosas.
Es en el acto de cambio donde los productos del
trabajo cobran una materialidad de valor socialmente igual e independiente de
su múltiple
y diversa materialidad física de objetos útiles. Este desdoblamiento
del producto del trabajo en objeto útil y materialización de valor sólo se
presenta prácticamente allí donde el cambio adquiere la extensión e importancia
suficientes para que se produzcan objetos útiles con vistas al cambio, donde,
por tanto, el carácter de valor de los objetos se acusa ya en el momento de ser
producidos. A partir de este instante, los trabajos privados de los productores asumen, de hecho, un doble carácter
social. De una parte, considerados como trabajos útiles concretos, tienen
necesariamente que satisfacer una determinada necesidad social y encajar, por
tanto, dentro del trabajo colectivo de la sociedad, dentro del sistema
elemental de la división social del trabajo. Mas, por otra parte, sólo serán
aptos para satisfacer las múltiples necesidades de sus propios productores en
la medida en que cada uno de esos trabajos privados y útiles concretos sea
susceptible de ser cambiado por cualquier otro trabajo privado útil, o lo que
es lo mismo, en la medida en que represente un equivalente suyo. Para encontrar
la igualdad toto
coelo(13) de diversos
trabajos, hay que hacer forzosamente abstracción de su desigualdad
real, reducirlos al carácter común a todos ellos como desgaste de fuerza humana de trabajo, como trabajo humano abstracto. El cerebro de los productores privados
se limita a reflejar este doble carácter social de sus trabajos privados en
aquellas formas que revela en la práctica el mercado, el cambio de productos:
el carácter socialmente útil de sus trabajos privados, bajo la forma de que el
producto del trabajo ha de ser útil, y útil para otros; el carácter social de
la igualdad de los distintos trabajos, bajo la forma del carácter de valor común
a todos esos objetos materialmente diversos que son los productos del trabajo.
Por tanto, los hombres no relacionan entre sí
los productos de su trabajo como valores porque
estos objetos les parezcan envolturas
simplemente materiales de un trabajo humano igual. Es al revés. Al
equiparar unos con otros en el
cambio, como valores, sus diversos productos, lo que hacen es equiparar
entre sí sus diversos trabajos, como modalidades de trabajo humano. No lo
saben, pero lo hacen.30 Por tanto, el valor no lleva escrito en
la frente lo que es. Lejos de ello,
convierte a todos los productos del trabajo en jeroglíficos sociales. Luego, vienen los hombres y
se esfuerzan por descifrar el sentido de estos jeroglíficos, por descubrir el secreto de su propio producto social, pues es evidente que
el concebir los objetos útiles como valores es obra social suya, ni más ni menos que el lenguaje. El descubrimiento científico tardío de
que los productos del trabajo, considerados
como valores, no son más que expresiones materiales del trabajo humano
invertido en su producción, es un descubrimiento que hace época en la historia del progreso
humano, pero que no disipa ni mucho menos la sombra material que acompaña al
carácter social del trabajo. Y lo que sólo tiene razón de ser en esta forma
concreta de producción, en la producción de mercancías, a saber: que el
carácter específicamente social de los trabajos privados independientes
los unos de los otros reside en lo que tienen de igual como modalidades que son
de trabajo humano, revistiendo la forma del carácter de valor de los productos
del trabajo, sigue siendo para los espíritus cautivos en las redes de la producción de mercancías, aun después de hecho aquel
descubrimiento, algo tan perenne y definitivo como la tesis de que la descomposición científica
del aire en sus elementos deja intangible la forma del aire como forma física material.
Lo que ante todo interesa prácticamente a los
que cambian unos productos por otros, es saber cuántos productos ajenos
obtendrán por el suyo propio, es decir, en qué proporciones se cambiarán unos
productos por otros. Tan pronto como estas proporciones cobran, por la fuerza
de la costumbre, cierta fijeza, parece como si brotasen de la propia naturaleza inherente a los productos del trabajo; como si,
por ejemplo, 1 tonelada de hierro encerrase el mismo valor que 2 onzas de oro,
del mismo modo que 1 libra de oro y 1 libra de hierro encierran un peso igual,
no obstante sus distintas propiedades físicas y químicas. En realidad, el
carácter de valor de los productos del trabajo sólo se consolida al funcionar
como magnitudes de valor. Estas cambian constantemente, sin que en ello
intervengan la voluntad, el conocimiento previo ni
los actos de las personas entre quienes se realiza el cambio. Su propio
movimiento social cobra a sus ojos la forma de un movimiento de cosas bajo cuyo
control están, en vez de ser ellos quienes las controlen. Y hace falta que la producción de mercancías se
desarrolle en toda su integridad, para que de la propia experiencia nazca la
conciencia científica de que los trabajos privados que se realizan
independientemente los unos de los otros, aunque guarden entre sí y en todos
sus aspectos una relación de mutua interdependencia,
como eslabones elementales que son de la división social del trabajo, pueden reducirse constantemente a su grado de
proporción social, porque en las proporciones
fortuitas y sin cesar oscilantes de cambio
de sus productos se impone siempre como ley
natural reguladora el tiempo de trabajo socialmente
necesario para su producción, al modo como se impone la ley de la gravedad
cuando se le cae a uno la casa encima.31
La determinación de la magnitud de valor por
el tiempo de trabajo es, por tanto, el secreto que se esconde detrás de las
oscilaciones aparentes de los valores relativos de las mercancías. El
descubrimiento de este secreto destruye la apariencia de la determinación
puramente casual de las magnitudes de valor
de los productos del trabajo, pero no destruye, ni mucho menos, su forma
material.
La reflexión acerca de las formas de la
vida humana, incluyendo por tanto el análisis científico de ésta, sigue en
general un camino opuesto al curso real de las cosas. Comienza post festum
y arranca, por tanto, de los resultados preestablecidos
del proceso histórico. Las formas que convierten a los productos del trabajo en
mercancías y que, como es natural, presuponen la circulación de éstas, poseen
ya la firmeza de formas naturales de la vida social antes de que los hombres se
esfuercen por explicarse, no el carácter histórico de estas formas, que
consideran ya algo inmutable, sino su contenido. Así se comprende que fuese
simplemente el análisis de los precios de las mercancías lo que llevó a los
hombres a investigar la determinación de la magnitud del valor, y la expresión
colectiva en dinero de las mercancías lo que les movió a fijar su carácter valorativo. Pero esta forma acabada del mundo de las
mercancías –la forma dinero –, lejos de revelar el carácter social de los
trabajos privados y, por tanto, las relaciones sociales entre los productores
privados, lo que hace es encubrirlas. Si digo que la levita, las botas, etc., se refieren al lienzo como a la materialización
general de trabajo humano abstracto, enseguida salta a la vista lo absurdo de
este modo de expresarse. Y sin embargo, cuando los productores de levitas,
botas, etc., refieren estas mercancías al
lienzo –o al oro y la plata, que para el caso es lo mismo – como equivalente
general, refieren sus trabajos privados al trabajo social colectivo bajo la
misma forma absurda y disparatada.
Estas formas son precisamente las que
constituyen las categorías de la
economía burguesa. Son formas mentales aceptadas por la sociedad, y por tanto
objetivas, en que se expresan las condiciones de producción
de este régimen social de producción históricamente dado que es la producción
de mercancías. Por eso, todo el misticismo del mundo de las mercancías, todo el
encanto y el misterio que nimban los productos del trabajo
basados en la producción de mercancías se esfuman tan pronto como los
desplazamos a otras formas de producción.
Y ya que la economía
política gusta tanto de las robinsonadas,32
observemos ante todo a Robinson
en su isla. Pese a su innata sobriedad, Robinson tiene
forzosamente que satisfacer toda una serie de necesidades que se le presentan,
y esto le obliga a ejecutar diversos
trabajos útiles: fabrica herramientas, construye muebles, domestica llamas,
pesca, caza etc. Y no hablamos del rezar y de
otras cosas por el estilo, pues nuestro Robinson se
divierte con ello y considera esas tareas como un goce. A pesar de toda la
diversidad de sus funciones productivas, él sabe que no son más que diversas
formas o modalidades del mismo Robinson,
es decir, diversas manifestaciones de trabajo humano. El mismo agobio en que vive le obliga a distribuir
minuciosamente el tiempo entre sus
diversas funciones. El que unas ocupan más sitio y otras menos, dentro de su
actividad total, depende de las dificultades mayores o menores que tiene que
vencer para alcanzar el resultado útil apetecido. La experiencia se lo enseña
así, y nuestro Robinson que ha logrado salvar del
naufragio reloj, libro de cuentas, tinta y pluma, se apresura, como buen
inglés, a contabilizar su vida. En su inventario figura una relación de los
objetos útiles que posee, de las diversas
operaciones que reclama su producción y finalmente del tiempo de trabajo que exige, por término
medio, la elaboración de determinadas cantidades de estos diversos productos.
Tan claras y tan sencillas son las relaciones que median entre Robinson
y los objetos que forman su riqueza, riqueza salida de sus propias manos, que
hasta un señor M. Wirth podría comprenderlas sin
estrujar mucho el caletre. Y, sin embargo, en esas relaciones se contienen ya
todos los factores sustanciales del valor.
Trasladémonos ahora de la luminosa isla de Robinson a la tenebrosa Edad Media
europea. Aquí, el hombre independiente ha desaparecido; todo el mundo vive
sojuzgado: siervos y señores de la gleba, vasallos
y señores feudales, seglares y eclesiásticos. La sujeción personal caracteriza,
en esta época, así las condiciones sociales de la producción material como las
relaciones de vida cimentadas sobre ella. Pero, precisamente por tratarse de
una sociedad basada en los vínculos personales de sujeción, no es necesario que
los trabajos y los productos revistan en ella una forma fantástica distinta de
su realidad. Aquí, los trabajos y los productos se incorporan al engranaje social como servicios y
prestaciones. Lo que constituye la forma directamente social del trabajo es la
forma natural de éste, su carácter concreto, y no su carácter general, como en
el régimen de producción de mercancías. El trabajo del vasallo se mide por el
tiempo, ni más ni menos que el trabajo productivo de mercancías, pero el siervo
sabe perfectamente que es una determinada cantidad de su fuerza personal de
trabajo la que invierte al servicio de su señor. El diezmo abonado al clérigo
es harto más claro que las bendiciones de éste. Por tanto, cualquiera que sea
el juicio que nos merezcan los papeles que aquí representan unos hombres frente
a otros, el hecho es que las relaciones sociales de las personas en sus trabajos
se revelan como relaciones personales suyas, sin disfrazarse de relaciones
sociales entre las cosas, entre los productos de su trabajo.
Para estudiar el trabajo común, es decir, directamente socializado, no necesitamos remontarnos a la forma primitiva del
trabajo colectivo que se alza en los umbrales históricos de todos los pueblos civilizados.33
La industria rural y patriarcal de una familia campesina,
de esas que producen trigo, ganado, hilados, lienzo, prendas de vestir, etc., para sus propias necesidades, nos brinda un ejemplo
mucho más al alcance de la mano. Todos esos artículos producidos por ella
representan para la familia otros tantos productos de su trabajo familiar, pero
no guardan entre sí relación de mercancías. Los diversos trabajos que engendran
estos productos, la agricultura y la ganadería, el hilar, el tejer y el cortar,
etc., son, por su forma natural, funciones sociales,
puesto que son funciones de una familia en cuyo seno reina una división propia
y elemental del trabajo, ni mas ni menos que en la producción de mercancías.
Las diferencias de sexo y edad y las condiciones naturales del trabajo, que
cambian al cambiar las estaciones del año, regulan la distribución de esas
funciones dentro de la familia y el tiempo que los individuos que la componen
han de trabajar. Pero aquí, el gasto de las fuerzas individuales de trabajo,
graduado por su duración en el tiempo, reviste la forma lógica y natural de un
trabajo determinado socialmente, ya que en este régimen las fuerzas
individuales de trabajo sólo actúan de por sí corno órganos de la fuerza
colectiva de trabajo de la familia.
Finalmente, imaginémonos, para variar, una
asociación de hombres libres que trabajen con medios colectivos de producción y
que desplieguen sus numerosas fuerzas individuales de trabajo, con plena
conciencia de lo que hacen, como una gran
fuerza de trabajo social. En esta sociedad se repetirán todas
las normas que presiden el trabajo de un Robinson,
pero con carácter social y no individual.
Los productos de Robinson eran todos producto personal
y exclusivo suyo, y por tanto objetos directamente destinados a su uso. El producto colectivo de la
asociación a que nos referimos es un producto social. Una parte de este producto vuelve a prestar servicio bajo
la forma de medios de producción. Sigue
siendo social. Otra parte es consumida por los individuos
asociados, bajo forma de medios de vida. Debe, por tanto, ser distribuida. El carácter de esta distribución
variará según el carácter especial del propio organismo social de producción y con arreglo al nivel
histórico de los productores. Partiremos,
sin embargo, aunque sólo sea a título de paralelo con el régimen de producción
de mercancías, del supuesto de que la participación
asignada a cada productor en los medios de vida depende de su tiempo de trabajo. En estas condiciones, el
tiempo de trabajo representaría, como se ve, una doble función. Su distribución con arreglo a un plan social
servirá para regular la proporción adecuada entre las diversas
funciones del trabajo y las distintas necesidades. De otra parte y
simultáneamente, el tiempo de trabajo serviría para graduar la parte individual
del productor en el trabajo colectivo y, por tanto, en la parte del producto
también colectivo destinada al consumo. Como se ve, aquí las relaciones
sociales de los hombres con su trabajo y los productos de su trabajo son perfectamente
claras y sencillas, tanto en lo tocante a la producción como en lo que se refiere a la distribución.
Para una sociedad de productores de mercancías,
cuyo régimen social de producción consiste en comportarse respecto a sus
productos como mercancías, es decir como valores, y en relacionar sus trabajos
privados, revestidos de esta forma material,
como modalidades del mismo trabajo humano,
la forma de religión más adecuada es,
indudablemente, el cristianismo, con
su culto del hombre abstracto, sobre todo en su modalidad
burguesa, bajo la forma de protestantismo, deísmo,
etc. En los sistemas de producción de la antigua Asia y
de otros países de la Antigüedad, la transformación del
producto en mercancía, y por tanto la existencia del hombre como productor de
mercancías, desempeña un papel secundario, aunque
va cobrando un relieve cada vez más acusado a medida que aquellas comunidades
se acercan a su fase de muerte. Sólo enquistados en
los intersticios del mundo antiguo, como los dioses de Epicuro
o los judíos en los poros de la sociedad polaca, nos encontramos con verdaderos
pueblos comerciales. Aquellos antiguos organismos sociales de producción
son extraordinariamente más sencillos y más claros que el mundo burgués, pero
se basan, bien en el carácter rudimentario
del hombre ideal, que aún no se ha desprendido del cordón umbilical de su enlace natural con otros seres de la
misma especie, bien en un régimen directo de señorío y esclavitud. Están
condicionados por un bajo nivel de progreso de las fuerzas productivas del
trabajo y por la natural falta de desarrollo del hombre dentro de su proceso material de producción de
vida, y, por tanto, de unos hombres con otros y frente
a la naturaleza. Esta timidez real se refleja de un modo ideal en las
religiones naturales y populares de los antiguos. El reflejo religioso del mundo real sólo podrá desaparecer para
siempre cuando las condiciones de la vida diaria, laboriosa y activa,
representen para los hombres relaciones claras y racionales entre si y respecto a la naturaleza. La
forma del proceso social de vida, o lo que es lo mismo, del proceso material de
producción, sólo se despojará de su halo místico cuando ese proceso sea obra
de hombres libremente socializados
y puesta bajo su mando consciente y racional. Mas, para ello, la sociedad necesitará contar con una
base material o con una serie de condiciones materiales de existencia, que son,
a su vez, fruto natural de una larga y penosa evolución.
La economía política ha analizado,
indudablemente, aunque de un modo imperfecto,34 el concepto del
valor y su magnitud, descubriendo el contenido que se escondía bajo estas
formas. Pero no se le ha ocurrido preguntarse siquiera por qué este contenido
reviste aquella forma, es decir, por qué el trabajo toma cuerpo en el valor y por qué la medida del
trabajo según el tiempo de su duración se traduce en la magnitud de valor del producto del trabajo.35
Trátase de fórmulas que llevan estampado en la frente su estigma
de fórmulas propias de un régimen de sociedad en que es el proceso de producción
el que manda sobre el hombre, y no éste sobre el proceso de producción; pero la
conciencia burguesa de esa sociedad las considera
como algo necesario por naturaleza, lógico y evidente como el propio trabajo
productivo. Por eso, para ella, las formas preburguesas
del organismo social de producción son algo así como lo que para los padres de
la Iglesia, v. gr., las religiones anteriores a Cristo.36
Hasta qué
punto el fetichismo adherido al mundo de las mercancías, o sea la apariencia material de las condiciones sociales del trabajo, empaña la mirada
de no pocos economistas, lo prueba entre otras cosas esa aburrida y necia
discusión acerca del papel de la
naturaleza en la formación del valor de cambio. El valor de cambio no es
más que una determinada manera social de expresar el trabajo invertido en un
objeto y no puede, por tanto, contener materia alguna natural, como no puede
contenerla, v. gr., la cotización cambiaria.
La forma
mercancía es la forma más general y rudimentaria de la producción burguesa, razón por la cual aparece en la
escena histórica muy pronto, aunque no con el carácter predominante y peculiar
que hoy día tiene; por eso su fetichismo parece relativamente fácil de
analizar. Pero al asumir formas mas concretas, se borra hasta esta apariencia
de sencillez. ¿De dónde provienen las ilusiones del sistema monetario? El
sistema monetario no veía en el oro y la plata, considerados como dinero,
manifestaciones de un régimen social de producción, sino objetos naturales
dotados de virtudes sociales maravillosas. Y los economistas modernos, que
miran tan por encima del hombro al sistema monetario ¿no caen también,
ostensiblemente, en el vicio del fetichismo, tan pronto corno tratan del capital? ¿Acaso hace tanto tiempo que se
ha desvanecido la ilusión fisiocrática de que la
renta del suelo brotaba de la tierra, y no de la sociedad?
Pero no nos adelantemos y limitémonos a poner aquí
un ejemplo referente a la propia forma de las mercancías. Si éstas pudiesen
hablar, dirían: es posible que nuestro valor de uso interese al hombre, pero el
valor de uso no es atributo material nuestro. Lo inherente a nosotras, como
tales cosas, es nuestro valor.
Nuestras propias relaciones de mercancías lo demuestran. Nosotras sólo nos
relacionamos las unas con las otras como valores de cambio. Oigamos ahora cómo
habla el economista, leyendo en el alma de la mercancía: el valor (valor de cambio) es un atributo de las cosas, la riqueza (valor
de uso) un atributo del hombre. El valor, considerado
en este sentido, implica necesariamente el cambio; la riqueza, no.37 “La riqueza (valor
de uso) es atributo del hombre; el valor,
atributo de las mercancías. Un hombre o una sociedad son ricos; una perla o un diamante son valiosos... Una perla o un diamante
encierran valor como tal perla o
diamante.”38 Hasta hoy, ningún
químico ha logrado descubrir valor de cambio en el diamante o en la perla. Sin
embargo, los descubridores económicos de esta sustancia química, jactándose de
su gran sagacidad crítica, entienden que el valor de uso de las cosas es
independiente de sus cualidades materiales y, en cambio, su valor inherente a
ellas. Y en esta opinión los confirma la peregrina circunstancia de que el
hombre realiza el valor de uso de las cosas sin
cambio, en un plano de relaciones directas con ellas, mientras que el
valor sólo se realiza mediante el cambio, es decir, en un proceso social.
Oyendo esto, se acuerda uno de aquel buen Dogberry,
cuando le decía a Seacoal, el sereno: “La traza y la
figura las dan las circunstancias, pero el saber leer
y escribir es un don de la naturaleza.”39
pag.. 72 A 80
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